sábado, 6 de agosto de 2011

EL SUEÑO DEL FIN DEL MUNDO©


   No sé si será cierto o si será el fin. Lo cierto es que lo soñé y lo viví con tal intensidad que creí que era real. Me conmovió tanto, que un gran éxtasis me embargó y de pronto, sin querer, desperté en sobresalto. Eran las 5:12 de la madrugada y excitado por una leve taquicardia, pensé en todo lo que vi. Antes de relatarlo, aclaro que pasaron tres días desde que lo tuve. Hoy he decidido transcribirlo. Los recuerdos, la mayoría de ellos, son precisos aunque por instantes aparecen en mi mente vagos e indefinidos. No tenía intención de contárselo a nadie y menos en público. Como los sueños sueños son, lo había dejado al olvido, abandonado en los recovecos de la memoria, pero hoy un impulso incontenible e inexplicable en palabras humanas, me obliga a relatar el sueño que tuve sobre el fin del mundo o de la humanidad, qué sé yo, pero, al fin y al cabo, el fin, el fin verdadero, y de eso estoy más que seguro y no lo puedo olvidar.
   Hoy es 22 de julio de 2011 y cuando comencé a escribir estas líneas eran las 5:22 de la tarde. Aunque apenas pasaron tres días desde que tuve el sueño revelador, sólo lo más importante permanece en mi memoria. Lo demás lo olvidé o está escondido en alguna caverna del subconsciente. No sé si porque así lo quise yo y así se lo ordené inconscientemente a mi memoria o, por el contrario, porque así lo quiso Dios. De corta memoria no soy, de eso estoy seguro, ya que puedo recordar, casi al detalle, acontecimientos cortos o largos en el tiempo que he vivido y que me tocará aún vivir. Pero eso nada importa ahora. Lo importante es que el sueño del fin del mundo ocurrió dentro de mi sueño a las 5:11 de la tarde de un día cualquiera, y que al final del sueño, cuando desperté sobresaltado, eran las 5:12 de la madrugada, hora que marcaba mi teléfono celular. Lo sé con total certeza, ya que lo tomé enseguida que me incorporé de la cama para ver qué hora era. Eso lo recuerdo con precisión matemática. Ahí no cabe ninguna duda. Esas fueron exactamente las horas.
   O sea, repito, que lo que habrá de ocurrir, si ciertamente ocurrirá algún día, acontecerá a las 5:11 de la tarde, hora de la Tierra.
   Sin más preámbulos voy al sueño en sí mismo. No le agregaré ni le quitaré nada. Qué Dios me conceda la gracia y la sabiduría de poder relatarlo en toda su fidelidad e ilumine mi intelecto y conceda las palabras adecuadas para poder realizar su proba descripción.



   Recuerdo que estaba en un lugar que no sé dónde se encuentra, pero que al mismo tiempo que me era extraño, era también familiar. Conversaba con un amigo en la parte trasera de una iglesia enclavada en todo el centro de ese lugar, que muy bien podría ser un pequeño poblado de montaña. La iglesia estaba ubicada en su centro, donde comúnmente están emplazadas las plazas de los pueblos. Todo el paisaje, todo el panorama que veía desde allí y la misma iglesia, sus paredes, contornos, las aceras que lo rodeaban y hasta mi amigo y yo y las ropas que vestíamos eran de un beige claro, muy sutil y totalmente relajante. Tanto, que irradiaba paz en el aire. Mi amigo y yo hablábamos más que nada de cosas intrascendentes y de algunos pequeños negocios, como el de fundar un modesto periódico semanal. De pronto yo me alejé un poco de él porque al mirar hacia el cielo por un resquicio que había entre un grupo de árboles, cuyo color eran de un verde amarillento, vi algo extraño que se movía entre las nubes, también de un color beige desteñido. Lo que vi me sobresalto un poco. Enseguida me calmé porque creí que había sido una ilusión óptica o una travesura de la imaginación. Aunque estaba intranquilo, volví a dirigirle la mirada a mi amigo, quien no se había percatado de nada de lo que ocurría en el cielo. Pasados algunos segundos volví a mirar y vi algo muy negro, de un azabache puro y reluciente asomarse y engrandecerse entre las nubes. Seguí mirando aquella extraña y curiosa mancha. Desde ese instante no le quité la vista ni por un segundo y lo vi transformarse velozmente en un manto negro, parecido a un gran tapiz triangular, brillante y fino como la seda, el cual comenzó a ondear como serpiente, aunque no tenía cola ni cabeza. Mientras iba raudo en su carrera hacia quién sabe dónde, el cielo inició una alucinante metamorfosis y grandes nubes, primero color beige y luego de un gris tan mortuorio como un camposanto, fueron girando una sobre otras como si se tratase de una gran avalancha que caía desde el oculto infinito. Eran rocas de nubes. Unas grandes, otras más chicas, pero igualmente amenazadoras. Todo sucedía en forma silente pero veloz como un rayo. Ni un grito. Nada se escuchó. Ni cerca ni en la lejanía. La furia de las nubes era aterrante. El viento silbaba murmullos que yo no conocía ni sabía descifrar. Eran palabras, palabras de ánimas vivientes. Un lenguaje que sólo los ángeles saben interpretar.


   Definitivamente, algo anormal estaba pasando más allá del cielo. Mi amigo pronto también se dio cuenta de aquello, pero tampoco dijo anda. En el lugar, el que podría definirse como un poblado fantasma, todo seguía igual, callado o ya muerto. Yo estaba intranquilo, pero al mismo tiempo imbuido de una misericordiosa paz. No sé en qué momento vi a la izquierda de donde había aparecido el manto negro de serpiente y observé una gran bola que rasgaba el cielo con dirección a la Tierra. Era del mismo tamaño y tan redonda como la luna, pero no era la luna misma, sino otro astro. Quizás un planetoide, quizás un gran meteorito. No lo sé. Sólo sé que era muy, pero muy grande y se avecinaba a la Tierra a velocidad infernal mientras tras de sí dejaba una estela de fuego. Lo extraño de esa gran bola o masa circular que bajaba desde el infinito a velocidad abismal, era su configuración. Su parte central, la cual se difuminaba hacia los laterales, era blanca, de un blanco tan puro como la nieve, que al llegar a los costados, o sea a estribor y babor, para utilizar una terminología náutica, se convertía en color negro azabache. Sus polos, o lo que podríamos llamar su proa o parte delantera, era llameante y escupía fuego, así como en su popa, o parte trasera, de donde emergía una cola, no grande, sino más bien pequeña. ¡Es el fin!...Ahora sí es el fin, pensé. Mi amigo había quedado petrificado. Voy a buscar a mis hijos. Trataré de llevarlos hacia La Gran Sabana, le dije mientras el cielo y las nubes seguían en su pandemónium mortal. De pronto mi amigo ya no estaba y yo me vi caminado a un costado de la iglesia, hacia una calle que no sé dónde llevaba, mientras una lluvia gris comenzó a caer a borbotones del cielo.


   Caminaba cabizbajo a fin de evitar la lluvia en rostro y ojos, pero un impulso me hizo ver hacia arriba otra vez y vi grandes montañas, una muy semejante a El Ávila caraqueña, dejando salir de sus entrañas grandes, muy grandes cantidades de agua transparente como el mejor cristal, porque pese a la grandes cantidades que al parecer expelía de su cuerpo, la masa de la imponente montaña podía verse en todo su brillante verdor y, a veces, en opaco vigor. Parecía estar llorando. De momento percibí que la montaña sollozaba. A su derecha, a la derecha de El Ávila, había otro grupo de montañas, las cuales no pertenecían para nada a la Cordillera de la Costa, más bien semejaban Los Himalayas, porque estaban parcialmente cubiertas de nieve y la gran cantidad de agua que salía de sus entrañas habían lavado y derretido parte de ella. Esas montañas no tenían nada verde. Su cuerpo era solo de rocas grises y oscuras como el plomo, las cuales también lloraban y mucho. Era como si alguien dejase una esponja debajo de un chorro de agua y al ya no poder absorber más líquido, la esponja iba resumiendo el agua en forma cristalina dejando ver perfectamente la materia de que estaba hecha. Es el fin, me repetí mientras iba a paso apresurado en busca de mis hijos. Ojalá pueda llegar con ellos a La Gran Sabana, me decía, pero no había angustia en mi ser, sino una angélica paz y aceptación de lo que, indefectiblemente, devendría. No tenía miedo. Mi único pensamiento estaba centrado en salvar a mis hijos de la hecatombe, bajo la ilusoria presunción de que por encontrase La Gran Sabana en sitio tan aislado, lejos del mar y siempre en dulce armonía con Dios, sus tierras y tepuyes podría escapar de la furia de lo que acontecería… Del fin. Del regreso a la nada. Con ese pensamiento en mi mente desperté a la vida terrena nuevamente. El sueño se había esfumado y yo bastante excitado por lo que el sueño me había contado. Despierto, pero con los ojos bien cerrados, pensé un rato más en ello, en lo que vi, en el fin del mundo, en la destrucción total, y pronto quedé dormido nuevamente. Volví a despertar bien entradas las ocho de la mañana y el sueño seguía allí, en mi mente. No le hice caso y seguí con mis quehaceres diarios hasta hoy, que lo estoy relatando. Creí que lo había olvidado, que se había refugiado en los laberintos del subconsciente, pero no fue así. Está aquí, en mi mente, y creo que nunca más me abandonará. Yo no tengo miedo. Le doy la bienvenida. No me asusta. Mi alma está en paz. Que el sueño se quede donde quiera. Será siempre bienvenido porque cuando ha de ser, el fin será, sea sueño o realidad. Dios está conmigo, no temeré.
 

                                                                               Diego Fortunato©