martes, 22 de marzo de 2011

DIÁLOGO INTROSPECTIVO CON UNA MOSCA©



   Para hablar con una mosca no hacen falta aparatos especiales o de alta tecnificación científica. Mucho menos ser ventrílocuo o utilizar los poderes de médium y espíritus venidos de los misteriosos confines del más allá. ¡No!, nada de eso ni de cualquier otro artificio extrasensorial, paranormal o de avanzada ciencia. Lo único que se necesita es “sentarse” uno al lado del otro, o frente a frente, y ponerse a hablar. Hasta aquí no hay problema. El problema se suscita en el lenguaje y el mensaje. En cómo poder descifrar el mensaje. En cómo comprender su vocabulario en todo su compleja estructura y real significado. Trataré, con la ayuda de Dios, transcribir lo más fielmente posible sus palabras e inquietudes en el vocabulario humano.
   El encuentro con ‘mi’ mosca, con la que voy a dialogar, no fue para nada casual y mucho menos debido a cuestiones del azar. Previamente fue escogida por un consejo de ancianas y sabias moscas, quienes tras deliberar por espacio de tres días seleccionaron para la misión a quien de ahora en adelante, a fin de una rápida, precisa y deferente identificación, llamaré José Moscatel o, simplemente, Moscatel.
   Pues bien, con el propósito de acortar, diré que nuestro diálogo se sucedió en la acogedora intimidad y seguridad de mi habitación. Yo me senté en un cómodo diván dispuesto al lado de mi cama, el cual muchas veces uso como “despensa” de libros, y la mosca frente a mí, sentada sobre la rodilla de mi pierna derecha, la cual tenía cruzada a fin de que descansara sobre parte de mi regazo una imperturbable libreta de notas donde tenía escritas una serie de preguntas que pensaba hacerle, pero que al fin no le hice, ya que nuestra conversación comenzó y fue sucediéndose de manera espontánea, franca, sincera y muy reveladora, muy distante de las banales e impertinentes preguntas que de antemano había construido mentalmente y luego trascrito a la libreta.
   La plática se realizó la mañana de un cálido día de abril, en plena primavera en flor, mientras acontecía ese milagro de la naturaleza que en un abrir y cerrar de ojos convierte un gris paisaje en campo florido y pleno de vida. Tenía que aprovechar al máximo nuestro encuentro ya que apenas nos dieron una hora de tiempo y en mi mente bullían muchas interrogantes, así como un raudal de confusiones. Debía apurar y ser preciso en mis preguntas. Una oportunidad como esa jamás volvería a concedérseme. Cada segundo contaba. Cada instante era importante. Traté de hacerlo lo mejor posible pese a lo apremiante del tiempo y la vorágine de preguntas que como torbellino furioso inundaban mi febril mente.
   Con la mosca sentada cómodamente sobre mi rodilla, ansioso espere el momento en que un trío de moscas-árbitros que estaban también sentadas en una esquina del televisor que está colocado en un lateral de mi cuarto, diesen la orden de comenzar el diálogo. Un silencio expectante arropó la atmósfera de la habitación. Mi corazón, como el de José Moscatel, parecía querer salirse de nuestros cuerpos. No sé cuál latía con mayor fuerza. Los sonidos se confundían en una sinfonía de anhelante espera.


   De pronto, las tres moscas-árbitros levantaron vuelo y salieron de la habitación. Era la señal que esperábamos. Desde ese momento comenzaba a correr el tiempo, el cual finalizaría cuando regresasen. José Moscatel y yo nos quedamos solos. En cuestiones de segundos la tensión precedente fue amainando y pude, no sin cierto apremio y excitación, lanzar mi primera pregunta.
   – ¿Qué piensan ustedes de nosotros, los humanos? –atiné a decir viendo directamente a los ojos del minúsculo insecto en la seguridad de que él me estuviese viendo de la misma manera a mí y dando por sentado que las moscas, al igual que los humanos, también piensan.
   Pasaron algunos segundos y no vino ninguna respuesta. Espere un momento más… y nada. No escuché nada que pudiese identificarse como voz, sonido “labial” o algo parecido. José Moscatel parecía mudo. Sólo atinaba a ver que sus dos patas delanteras vibraban febrilmente ante sus ojos. Parecía frotárselos con frenesí.
   Estaba a punto de dejarlo todo. Pensé que aquel planificado encuentro sólo había sido una travesura de mi imaginación. Un disparate. Algo que sólo podría ocurrírsele a una mente enferma y perturbada.
   Pensé en desdoblar las piernas de la posición en las que se encontraban a fin de que la mosca o José Moscatel, o quien quiera que fuese que la imaginación me había puesto sobre la rodilla, volara y saliese de la habitación. Pero todo quedó en un anticipado pensamiento.
   –No seas impaciente –escuché de pronto como respuesta a mi ansiedad.
   “Al parecer las moscas no sólo piensan sino también adivinan los pensamientos”, cavilé en mis adentros.
   La voz de José Moscatel era clara, modulada. De un tono suave y para nada insípida. No hizo ninguna inflexión mientras pronunciaba cada una de sus palabras. Más bien parecía la lineal voz de uno de esos locutores y narradores de noticias de la BBC de Londres. No había nada que descifrar o interpretar en su lenguaje, como pensé en un principio. ¡Hablaba tal como hablo yo o hablan ustedes!
   – ¡Por supuesto qué pensamos! –afirmó con matiz armonioso respondiendo a mi pregunta inicial–. Quizás más de lo que ustedes podrían jamás imaginar. Más que cualquier otra forma de vida existente en el planeta. ¿De otra forma cómo crees qué hemos sobrevivido a tres Apocalipsis? –sentenció muy seguro de lo que decía al tiempo que replegaba con gracia sus alas.
   – ¿Tres? –repetí desconcertado, asumiendo que la voz que había escuchado provenía de labios de la mosca–. Asumiendo que uno de los Apocalipsis fue la extinción de los dinosaurios, el cual se debió a un gran holocausto sideral, el segundo el Diluvio Universal del que habla la Biblia, ¿cuál sería ese tercero del cual dices haber sobrevivido? –interrogué a un José Moscatel que mientras formulaba la pregunta no cesaba de acariciarse con una de sus patas delanteras lo que podríamos definir como su hipotética barbilla.
   –Está por venir –contestó con lacónica indiferencia–, y también sobreviviremos. Pero de eso no me está permitido hablar. Pregunta lo que quieras y te responderé con cristalina verdad –acotó moviendo un poco su balancín, a fin de cambiar de posición y no perder el equilibrio.
   Me quedé callado por unos segundos. Estaba desconcertado. No me esperaba tan aterradora respuesta. Mientras con velocidad de rayo maceraba en mi mente la siguiente pregunta veía como en armonioso y sincronizado movimiento José Moscatel estabilizaba su cuerpo sobre mi rodilla.
   – ¿Ustedes creen qué por su admirable capacidad de supervivencia son mejores que los humanos y que otros seres vivos existentes en el planeta? –inquirí un poco descompuesto debido a que no estaba satisfecho con la respuesta anterior.
   – ¡No, por favor! –exclamó–. Sólo somos diferentes. Cada quien tiene sus virtudes y defectos. No creo que este sea el momento de ver o sopesar quién es mejor o peor. No creo que eso sea relevante… Todos somos criaturas de Dios –precisó con serena humildad y clavándome sus ojos o al menos esa fue la sensación que sentí–. Todos los seres, vivos o no, tenemos una misión en la vida –acotó moviendo impertinentemente una de sus antenas.
   –Es cierto. Tienes toda la razón. Además, las cucarachas y otro cientos de insectos y bacterias también sobrevivieron al holocausto sideral. ¡Disculpa! –exclamé sin mucha convicción y deliberado aire de superioridad–. Había olvidado que ustedes son muy necesarias como polinizadores de girasoles y muchas cosas más –agregué con falsa complacencia.
   Volví a sentir la sensación de que los penetrantes ojos de José Moscatel me escrutaban microscópicamente.


   –No sólo de girasoles, tal como lo hacemos en los invernaderos de Japón, sino también polinizamos coliflores, nabos, berros y muchas otras hortalizas –comenzó relatando en tono sincero, sin ambages–. Por si no lo sabías, junto a los escarabajos excavadores somos importantes en el consumo y eliminación de cadáveres de animales y otras porquerías que dejan diseminadas por doquier los humanos. –acotó con letánica misericordia–. Somos, como todo lo que hay sobre el planeta Tierra, esenciales, pero no imprescindibles, porque el único imprescindible es Dios, en transformar la materia fecal y ayudamos a los hombres y otros animales en la descomposición de la vegetación y…
   –No lo sabía. Sinceramente, no lo sabía –sentencié con auténtico asombro.
   José Moscatel estaba inspirado. Con un movimiento de mis manos disculpe la interrupción y él prosiguió.
   –Además, y estoy seguro que siquiera imaginas lo que voy a decirte –afirmó convencido de que así sería–, la moscas taquínidas, mis hermanas del alma, ustedes las usan para el control biológico porque parasitan a diferentes especies de chinches y otras sabandijas dañinas para la salud humana, animal y vegetal. Nosotros, las moscas, todas sin importar la especie, también servimos de suculenta presa a otros animales, incluyendo aves y pequeños roedores. De esa forma, como te darás cuenta, nos convertimos en parte importante de la cadena alimenticia. En fin, hemos sido amigas y aliadas de los humanos desde la prehistoria y siquiera se han dado cuenta.
   –Gracias por tan ilustrada reflexión. Es cierto. Siquiera pasaba por mi imaginación todas esas virtudes de las moscas…
   –No creas, también tenemos nuestros defectos –me interrumpió con delicadeza–. Pero, por supuesto, visto desde la óptica de ustedes, los humanos, como…
   –No, detente por favor –atajé impaciente–. Después me los enumeras. Antes, y a fin de aprovechar al máximo la hora concedida para nuestro diálogo, quisiera saber qué piensan ustedes de los humanos… No me has respondido a eso. Dime cómo nos ven.
   Antes de contestar José me volvió a clavar sus grandes ojos. Esos maravillosos y complejos ojos formados por muchos lentes refractarios individuales que, cada uno de ellos, constituyen una unidad individual para detectar la luz. Seguramente los científicos jamás lograrán imitarlos en sus laboratorios. Son un verdadero prodigio de la naturaleza. Tanto, que de la luz que se refleja del ojo de la mosca de burro se puede formar un arco iris.
   –Como una plaga necesarias… –soltó sin titubear o meditar siquiera su respuesta–. No quise decírtelo antes por simple y elemental cortesía y a fin de no herir tú susceptibilidad. Estoy en tu casa y eso lo respeto. Las moscas los vemos como una perniciosa, pero necesaria plaga, para nuestra supervivencia. Ustedes nos son útiles. Los necesitamos para mantener el equilibrio ecológico… Sin los humanos nuestra población se hubiese reducido sólo a unas pocas y aisladas colonias de moscas. Son los proveedores de materia prima básica para nuestra existencia, como la basura y los cadáveres, tanto de animales como de humanos… Y es que son tan sanguinariamente depredadores y ciegos egoístas que no se dan cuenta del daño que le hacen al planeta. Su ceguera es más que nada mental y existencial. Están aturdidos por su codicia y afán de conquista. Y, lo peor, es que nos acusan de transmitir muchas enfermedades, como el cólera, la fiebre aftosa y muchas infecciones, pero ¿quién produce la basura?... ¿Quiénes dejan a la intemperie cadáveres de vacas, ovejas, perros, gatos, gallinas, caballos, humanos y otro sin fin de animales, que son los vectores de esas y otras nocivas enfermedades?
   –Es cierto… Me abrumas, pero es la triste realidad. Al parecer nadie se ha percatado de ello. Aunque creo que no sirva de mucho, transmitiré al mundo tus observaciones –confesé apenado por haber asumido desde el inicio de nuestro diálogo un aire de premeditada arrogancia–. Otra cosa –acoté enseguida, antes de que siguiese con sus “reproches”–. Desde hace algunos minutos una inquietud está corroyendo mi mente y me gustaría compartirla contigo. No quiero que el tiempo termine y te vayas sin respondérmela. La pregunta es simple y quiero que la contestes de la forma más elemental que puedas, okey… ¿En vuestro universo, en el mundo de las moscas, existe un Dios?… ¿Ustedes creen en Dios? –inquirí con aprehensión y cierto titubeo.
   – ¡Claro qué existe un Dios y, por supuesto, que creemos en Él!... Es el mismo de ustedes –se apresuró a responder José Moscatel–. Él nos creó al igual que los creó a ustedes y a todos los seres y cosas, humanos o no. Él rige el destino de todo lo que existe y se mueve en todo el inmenso universo.
   – ¿Y cómo se llama si se puede saber? –solté curioso a bocajarro.
    – ¡Dios!... Simplemente Dios, aunque otras moscas, las asiáticas, le dicen Divinidad y otras, las de oriente y la región de los desiertos, Inteligencia Superior e Infinita, aunque es el mismo Dios porque sólo existe un Dios en el universo… Nunca podrá haber dos. En ese sentido ustedes, los humanos, están confundidos. Todavía no entienden que sólo existe un Dios en todo el universo aunque en algunos países de este ínfimo y trastornado planeta le pongan otros nombres. Como Buda, Alá, Mahoma, El profeta, Visnú o Shiva y así por el estilo, pero es el mismo Dios porque Dios es único e indivisible, además de eterno y todopoderoso –explicó asombrado de mi ignorancia–. Ustedes los humanos son tan imperfectamente egoístas que siquiera en eso se ponen de acuerdo. Su afán de posesión los induce a tener un “Dios” particular según la región o latitud del planeta que escojan para vivir. No les gusta compartir a Dios y en su imbécil arrogancia creen que sólo el de ustedes es el “verdadero” y el de los otros no. Desde tiempos inmemoriales viven sanguinariamente batallando usando como estandarte a Dios y en su nombre cometen los más abominables crímenes… ¡Eso es blasfemia!... Eso es un vil y cruel atentado contra el género humano… ¡Esa no es la bandera que Dios quiere!... Gústele a quien le guste ¡hay un sólo y único Dios llámenle como le llamen y punto! –concluyó José Moscatel apacible, sin molestia, utilizando el mismo tono sereno que empleó desde que se inició nuestro diálogo.
   –Estoy totalmente de acuerdo contigo –expresé aprobando todas y cada una de sus palabras–. Yo también estoy convencido de que hay un solo Dios sin importar de cómo lo llamen en otras culturas. Además, aunque no soy ducho en el asunto, sé que casi todas las religiones del mundo, llámense como se llamen, se basan en los mismos principios y en mandamientos similares, los cuales podríamos resumir en el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, pasando, por supuesto, por todas las condenas morales y sociales como la de no matar, robar o desear la mujer del prójimo. El gran proverbio de Cristo que señala sólo la verdad os hará libres y el de amaos los unos a los otros, resume, en parte, la fundamental igualdad que hay en todas las doctrinas y religiones, al menos en el planeta Tierra –concluí a fin de reforzar su convicción y la mía.
   José Moscatel me observaba atento. En su mirada presentía un dejo de satisfacción, aunque, y pese a sus grandes ojos con relación al cuerpo, yo apenas los distinguía como unas minúsculas manchas.


   Borré de mi mente cualquier otra alusión religiosa y me deje seducir por un pensamiento psicológico que me condujo al mundo de la fantasía onírica.
   – ¿Ustedes sueñan y si lo hacen en qué sueñan?–solté dejando emergen el esbozo de una débil sonrisa en mis labios, la cual no era de manera alguna producto de mofa o burla, sino de nerviosa e impaciente excitación por escuchar su respuesta.
   –Si te refieres a los laberintos del subconsciente, te diré que soñamos y tenemos pesadillas al igual que ustedes. Ahora si tú pregunta atañe a nuestras fantasías, metas e ilusiones, te diré que soñamos con un mundo mejor y menos salvaje… En un mundo sin humanos, que son la esencia de la construcción-destrucción, vida-muerte, bien-mal, que se traduce en un espiral agónico y sin sentido el cual, con el pasar de los siglos, convertirá a la Tierra en la nada, en la desolación más absoluta donde ni hasta las moscas tendremos cabida… Será el volver, el regreso al génesis, al volver empezar todo de nuevo y de cero… Ustedes son los Príncipes de la Destrucción Planetaria.
   –Entiendo… Entiendo tú preocupación –acerté a balbucear sintiendo un gélido frío descorrer por todo mi cuerpo.
   Ese nocaut existencial me dejó la moral en el subsuelo de la implacable paradoja. Mi conciencia estaba cabizbaja. Sin embargo había que seguir.
   El tiempo transcurría rápido. Pensé preguntarle muchas cosas. Cosas que aludiesen a la humana vida, pero me contuve. Las proféticas reflexiones de José Moscatel me impidieron ahondar en cosas que no quería escuchar. Sabía y entendía que todo lo que él decía era la lapidaria y desconsoladora verdad. Por instante me sentí abrumado. No quería seguir profundizando en asuntos que, inexorablemente, sabía que podrían ocurrir si no se suscitaba un cambio radical en el pensamiento humano. Un cambio que nos llevase a la más pura y simple espiritualidad. Por eso no seguí por esos aciagos derroteros. Preferí cambiar el curso del diálogo hacia un rumbo más pueril e inofensivo.
   –No entiendo el porqué, si son tan inteligentes, a las moscas siempre las han menospreciado de forma tan brutal.
   –Tampoco yo lo sé y no lo concibo –refirió José–. Sé que desde tiempos legendarios nos han descrito como agentes de muerte y destrucción, tal como sucedió durante la cuarta plaga Bíblica de Egipto. Todos, hasta grandes escritores, literatos y poetas, a veces se refieren a nosotras, las moscas, con desprecio y maldición. Otros nos tratan un poco mejor y con condescendencia.
    – ¿Mejor, dices?
   –De cierta forma sí. Figúrate que los griegos tenían a su propio dios Cazamoscas, al cual llamaban Myiagros, y eso es, de cierta forma, darnos crédito, aunque este no sea visto con beneplácito por muchas de nosotras. Pero como casi siempre nos salimos con la nuestra, durante los sacrificios a Zeus y Atenas, Myiagros fue castigado cruelmente por Zeus porque desobedeció los mandatos divinos de no cazar lejos de los predios que le estaban permitidos. Debido a su desacato, Zeus envió a una mosca para que mordiese a Pegaso, al caballo alado que condujo a Belerofonte a la victoria sobre Quimera, una bestia de múltiples cabezas que asolaba los territorios de Licia. De esa forma el animal, infectado por una grave enfermedad producto de la picada, no lo llevó de vuelta al Monte Olimpo, donde estaba su hogar, sino a la Tierra –sentenció José risueño. (Al menos eso fue lo que intuyó mi imaginación)–. Si lees un poco de mitología griega y buscas los escritos de Eliano –prosiguió José Moscatel–, podrás enterarte también de que él afirmaba que nosotras, las moscas, nos íbamos de las instalaciones donde se celebraban los Juegos Olímpicos solas, como por arte de magia, sin que nadie nos “ahuyentase” y que nos “atrincherábamos” al otro lado del río Alfaeo. En parte eso es cierto. Lo que pasa es que Eliano no sabía que, por gozar de libre albedrío, lo hacíamos únicamente para ver y disfrutar cómodamente los juegos. A esa distancia nadie nos molestaba o manoteaba como orates.
   – ¿Libre albedrío?... ¿Y qué tiene que ver el libre albedrío con las moscas? Me disculpas José, pero eso me suena a disparate.
   –No. De ninguna manera es un disparate. Te adelantaré algo, pero no creo que lo entiendas. Apenas te diré que, además de otras muchas virtudes, tenemos la capacidad de elegir, tal como elegimos durante los Juegos Olímpicos de Atenas estar lejos del bullicio de la gente y disfrutar nuestros juegos a distancia, en sana y armoniosa paz. Nuestro cerebro, aunque ínfimamente más pequeño que el de los humanos, tiene la facultad de elegir y decidir por diferentes alternativas. Los patrones cambian según el país en el cual nos encontramos. De ahí estriba nuestra diversidad de especies y comportamientos. Nuestra conducta no está sujeta a un principio único, sino a un criterio ‘biodiversificado’, reflexivo y conductista. Normalmente basamos nuestra “acción” en la observación de la conducta humana. O sea, en términos de estímulo-respuesta. No sé si me entiendes.
   –Quieres decir qué piensan y reflexionan cómo los humanos ¿Qué actúan de acuerdo a nuestro comportamiento?... ¡Eso es imposible!
   –Claro qué es posible. Eso y mucho más… Hay tantos imposibles que ustedes los humanos todavía no conocen, pero cuando llegue el momento de hacerlo comprenderán muchas, pero muchísimas cosas, que ahora les son vedadas por el Creador.
   –Juro, José, que hago esfuerzos por creerte. No sé si lo percibes, pero mi lógica me lo impide. Por lo que contaste sobre la Plaga Bíblica y los griegos, veo que siempre han sido perseguidas.
   –No nos quejamos. Aunque hoy en día somos un poco más libres y menos asediadas, el acoso sigue igual. Pero lo que más nos molesta es escuchar a cada rato expresiones como “Mosquita muerta”… “¡Diablo de mosca!”... “¡Vete al diablo mosca!”. Te aclaro, para que lo sepa todo tu público y el mundo, que nosotras no tenemos nada que ver con el diablo y mucho menos con el infierno… Apenas somos unos insectos-pensantes muy útiles y siempre prestos a ayudarlos a desintegrar los desperdicios que ustedes dejan desperdigados por doquier… Aclaro: No tenemos nada que ver con el infierno. Además, somos diurnas y, según ustedes, el diablo domina la noche, es el príncipe de la oscuridad –sentenció como queriéndose mofar de los miedos y creencias humanas.
   –No sé qué decir –contesté sin salir de mi asombro por su sorprendente respuesta–. Sé que son útiles... El mundo a veces es cruel, muy cruel e injusto, José. Repito. No sé qué decirte y tampoco cómo poder remediarlo, pero es así.



   Por un instante percibí que José Moscatel se subía de hombros. Quizás fue mi imaginación, quizás no. Lo único verdadero es que no respondió a mi estúpida, aparente y misericordiosa justificación ante el depredador asedio al que son constantemente sometidas por parte del género humano.
   –Tal como la de Pegaso, hay otras miles de historias ancestrales, como la de los antiguos faraones y la de Hércules. Si hay tiempo te contaré algunas –dijo denotando cierto reflexivo agobio.
   –Bien, pero primero me gustaría saber debido a qué prodigio ustedes se multiplican por miles –apresuré a indagar a fin de seguir con mi secuencia de preguntas triviales.
   No hay ningún prodigio en eso… Ustedes también se multiplican por cientos de miles y no hay prodigio en eso. Simplemente es el milagro de la vida. Nuestro ciclo de vida es holometábolo y se desarrolla en cuatro fases morfológicas. La primera es el huevo, la larva, crisálidas y adultez.
Para completar nuestro magnífico ciclo necesitamos apenas unos pocos días. Otras de nuestras hermanas necesitan uno o dos meses. Debo decirte que no todas nosotras ponemos huevos. Algunas especies son ovovivíparas. O sea que los huevos eclosionan dentro de la madre y las crías salen al exterior ya en forma de larvas y pronto se convierten en adultas y vuelan tan rápido que, aún hoy, ustedes los humanos no han podido imitar todas nuestras formas de vuelo, tanto directo, como diagonal, ascendente y descendente. Mucho menos nuestra técnica de aterrizaje invertido, sin importar superficie o densidad de materia.
   –Lo sé y es una de las grandes maravillas de la naturaleza. Si me permites, José, voy a desdoblar las piernas –comuniqué cortés–. En esta posición se me están adormeciendo los muslos.
   – ¡Claro! Procede, por favor –expresó elevándose de mi rodilla en pausado vuelo vertical para enseguida desplazarse a gran velocidad hacía el borde inferior de mi mesita de computación, donde se colocó boca arriba gracias a la planta de sus patas acolchonadas y pegajosas.
   En esa posición también parecía estar dándome la cara. Al menos advertía la extraña sensación de que sus grandes ojos apuntaban directamente a los míos.
   Después que terminé mi operación de “desdoblamiento”, retomó vuelo y se posó sobre uno de mis libros, muy cerca de mí.
   –Otra cosa, José. Y del amor, ¿qué piensan ustedes del amor? –solté vacilante, en espera de una respuesta ambigua.
   –Que el amor todo lo puede si amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos –contestó de sopetón, como si fuese la cosa más natural del mundo y, de hecho, lo es desde el punto de vista religioso–. Dios dijo amaos y multiplicaos y eso hacemos nosotras, las moscas. Satisfecho con mi respuesta o quieres que abunde en vaguedades como el romance, la procreación y la descendencia.
   –No, suficiente. Aunque sospecho que vuestra actitud en ese sentido debe ser bastante mejor que la del común de los humanos. Y del destino… ¿Ustedes creen en el destino?


   –El destino es simplemente vivir hasta que Dios quiera. Ni más ni menos. Lo importante es obrar bien mientras se tenga vida. Genéticamente hablando el deseo de cada mosca al nacer es hacer el bien y, en conjunto, servir a la humanidad y dedicarnos sin angustia y en sana paz al oficio para el que fuimos creados. En nosotros no existe la ansiedad, el deseo, la ambición, la inconformidad, los celos y todas esas series de dañinos sentimientos y pasiones de los humamos.
   –Entonces tampoco creen en el futuro –lo interrumpí dando por hecho que había finalizado su explicación.
   – ¡Por supuesto que no! –respondió denotando cierto asombro en su pausada voz–. El futuro no existe como tal. Sólo existe en la mente humana. El futuro es el hoy. A veces lo que ustedes llaman futuro se funde con el presente. El futuro es el presente que viene, el presente que “camina” hacia delante. Me explico: El instante que está por venir es el futuro, pero luego se va y el presente sigue su camino. El futuro es irreal e intangible. No se puede pesar ni ver ni muchos menos medir en la distancia y el tiempo. Lo que ustedes llaman pasado, presente y futuro se funde, todo se funde en microsegundos en un solo orden, al que nosotros llamamos el “ya”, “el ahora”… “El ahora” es para las moscas lo que ustedes llaman futuro… Sólo pensamos en el ahora…
   – ¿Y la vida? –interrogué embobado por su maravillosa concepción del espacio-tiempo.
   –La vida es el ahora, el ya… El estar vivo. Es el no concederse ni un segundo perdido.
   Antes de proseguir mi conversación con José Moscatel es bueno aclarar, a fin de entender muchas cosas, que las moscas son insectos de la familia de los dípteros y que hay muchos insectos a los cuales los humanos llaman moscas pero que en realidad no lo son, como las “moscas” porta-sierra, que son himenópteros e incluidas en el grupo de las hormigas, abejas y avispas. Así como las “moscas” de mayo, que son efemeróptodo, y las de las piedras, las blancas, las llamadas escorpión, las de España (coleópteros) y las de la arena, que apenas son mosquitos. Los familiares más próximos a las moscas verdaderas son los moscardones, tábanos y algunos mosquitos con características similares a la muscidae, o sea la mosca común, cuyo abdomen es amarillento. Esta aclaratoria la hago a pedido del mismo José Moscatel, quien dijo que en ese sentido la confusión de los humanos es harto irritante. Es como si las moscas confundiesen al hombre con un mandril, orangután, gorila o chimpancé.



   De pronto y aparentemente inquieta, comenzó a frotarse los ojos con sus patas delanteras. Las moscas lo hacen constantemente porque no tienen parpados y son extremadamente sensibles a la luz. Además, también son muy aseadas. De esa manera mantienen sus ojos siempre limpios.
   –José, ¿las moscas tienen sentimientos? –indagué curioso–. ¿Ustedes tienes sentimientos? –repetí demostrando un poco más de respeto a su condición de mosca, aunque fingía porque en realidad, ciertamente, no se lo abrigo. No por sus reflexiones, las cuales están impregnadas de un profundo criterio filosófico, sino por el hecho de ser una simple mosca. Debo admitirlo. Aunque estaba fascinado con sus palabras, no podía digerir ni discernir con racional lógica aquel insólito diálogo. Mi yo interior no lo aceptaba. No era natural. Más bien parecía obra de un sueño fantástico o de una pesadilla infernal.
   –No de la forma a veces falsa y antinatural como la de ustedes, los humanos. El nuestro es puro, muy puro, porque en nuestra conciencia no existe el engaño… Nacemos sin pecado concebido y de la misma manera morimos –afirmó respondiendo en forma simple mis dos interrogantes: la que le había expresado directamente, a viva voz, a través de mis palabras, y la que almacenaba en los laberintos de mi razón.
   –Aunque sea difícil, más bien imposible aceptarlo desde el punto de vista humano, tú aseveración me parece digna del más minucioso análisis –acoté asombrado. Hace rato te noté algo extraño, ¿te incomoda algo? –pregunté.
   –Incomodo no. En lo absoluto. Esa palabra no existe en nuestro diccionario. Quizás cierta impaciencia.
  – ¿Impaciencia por qué?
   –No quería dejar pasar el plazo que nos dieron sin antes explicarte a qué se debe tanta animadversión hacia nosotros. El porqué los humanos nos consideran nocivos –respondió preciso, mientras volvía a frotarse los ojos con sus patas–. Claro que desde vuestro punto de vista tenemos aspectos negativos, pero quiero aclararte que todos esos “males” fueron creados por ustedes mismos. Te explico. Ciertamente la materia fecal y la carne en descomposición nos atraen por cientos, porque nuestra labor es desintegrarla y convertirla en abono para que ustedes puedan seguir viviendo con más comodidad y menos enfermedades, las cuales serían altamente mortales, ya que toda esa inmunda basura que dejan desparramadas por doquier producirían pestes que diezmarían a la humanidad en instantes, si consideramos que en el tiempo cósmico un instante pueden ser algo menos que una docena de años –señaló preciso, como si se hubiese liberado de un peso de encima al decir lo que en su interior le molestaba–. También es cierto que en ese proceso de reconversión y ayuda para que ustedes vivan mejor, puedan transmitirse enfermedades infecciosas como la disentería, el cólera y la fiebre tifoidea. Pero si tuviesen un poco más de cuidado con su higiene personal, la de sus alimentos y la del planeta, eso no ocurriría. Con esto no quiero disculparme sino sólo aclarar que sin nosotras el daño para el hombre sería mucho, pero mucho mayor. Un daño que llevaría a la extinción de la humanidad tal como se le conoce.
   –No había pensado en esa funesta posibilidad –consentí pensativo.
   –Por otro lado, bien sabes, porque eres un hombre estudioso, que hay otro tipo de moscas rebeldes, parias, las cuales fueron expulsadas hace tiempo de nuestra familia universal, como las moscas tse-tsé, cuya picadura causa la enfermedad del sueño entre el ganado y los humanos. Otra de las supuestas “pestes” que causamos podría ser las larvas que algunas hermanas débiles depositan en el organismo de animales y humanos provocándoles gusaneras.



   –Me tienes casi convencido de vuestra “santidad”, pero no se trata de convencerme a mí, sino cómo hacérselo entender a la humanidad… A ustedes parecen gustarles la mierda y ese no es ningún secreto –solté rebelde.
   – ¡Sí!... Si nos gusta la materia fecal. Siempre saboreamos lo que pisamos, aunque eso se llame mierda, como tú dices. Para nosotros en cambio es nuestro pan de cada día. Depende de la óptica por la que se le mire.
   Me sentí avergonzado de mi impulsiva pregunta porque de hecho sabía que con los pelitos que cubren su cuerpo las moscas pueden saborear, oler y sentir. Por ello cuando pisan algo sabroso, algo que les gusta mucho, (como la mierda), bajan su boca y lo vuelven a probar para estar seguros de que es un rico manjar.
   –Disculpa José, por instantes perdí la entereza –confesé apenado.
   –Por otro lado, nuestra tarea no es convencer a nadie para que nos quieran –afirmó haciendo caso omiso a mi disculpa–. Nuestra misión, como ya te dije, es la de descomposición y limpieza. Con el tiempo y algunos ejemplos quizás lo entenderán.
   – ¿Ejemplos?
   –Sí. Como la Terapia Larval, a la que muchos de ustedes conocen como terapia de larvas o terapia de gusanos.
   – ¿Terapia de gusanos?…. ¿Qué es eso? En mi vida había oído hablar de algo semejante.
   –Me lo imaginaba. No te preocupes. Te lo explicaré de manera sencilla. La Terapia Larval consiste en la introducción intencional por parte de uno de vuestros médicos de larvas vivas y esterilizadas de moscas, o sea de nosotras, en heridas peligrosas y no cicatrizantes, tanto de ustedes los humanos, como de animales, con la finalidad de limpiar selectivamente los tejidos necróticos de la herida o llaga y lograr un rápido sanado. De esa forma se evita una amputación o males mayores.
   –Cuando estabas hablando de la Plaga Bíblica, dijiste algo relativo a Hércules. ¿Qué tiene qué ver Hércules con las moscas? –proseguí con mi interrogatorio llevando mi diálogo con José Moscatel hacia un rumbo menos fétido y escabroso.
   – ¡Ah, amigo! –expresó lanzando un largo suspiro–. Eso forma parte de nuestra mitología, la cual es bastante vasta y llena de fascinantes historias y leyendas.
   – ¿Puedes contarme algo o no te está permitido? –pronuncié extrañado.
   –Oh, sí. También te contaré algo sobre los faraones, en Egipto, si es de tú gusto, pero recuerda que la hora que nos dieron los sabios está pasando aceleradamente.
   –No importa. Cuéntame. Por ahora no se me ocurre más nada que preguntarte. Quizás durante tú relato se me ocurra algo realmente importante… Soy todos oídos. Puedes empezar cuando quieras –pedí con un tan sincero respeto que hizo ruborizar lo más profundo de mi conciencia. Al parecer mi mente había roto todos los tabúes y lazos racionales y, por primera vez durante todo el diálogo, estoy tomando a José Moscatel como un ser humano pese a que estoy más que consciente de que se trata de una simple mosca… ¿Simple?
   –Bueno. Comenzaré con la leyenda de Hércules. En la antigua Roma habían erigido un hermoso templo en honor a Hércules a fin de recordar todas las batallas alcanzadas por el mítico héroe griego, pero como cosa curiosa y por respeto a sus hazañas las moscas jamás entraban al templo y si así hubiese sucedido, aunque el héroe habría querido ahuyentarlas jamás lo lograría porque según Teófilo y Paracelso ni el mismo Júpiter poseía el poder de espantar a las moscas. Otra leyenda cuenta que las moscas acudían por legiones a los sacrificios de Molloch… Una menos antigua narra que cuando los judíos no veían moscas cerca del Templo de Salomón quería decir que era un día de buena suerte y que grandes acontecimientos vendrían para su pueblo…
   José Moscatel se quedó callado dejando en un hilo de suspenso sus últimas palabras. Pensé que se había arrepentido de decir lo que iba a decir. Que no proseguiría contando historias de sus antepasados.
   – ¿Y los faraones? No has dicho nada de los faraones… –demandé presumiendo que no iba a seguir con su narración.
   –A eso iba. Son muchas. Estoy pensando por cuál empezar o cuáles contar. Voy a ser breve. No quiero que se vaya nuestro tiempo en leyendas e historias, sino en realidades. Bueno, te contaré la de Ahmose, faraón fundador de la Dinastía XVIII del Imperio Nuevo de Egipto. En ese entonces, gracias a nuestro valor, insistencia y tenacidad frente a los avatares y conflictos que nos deparan la vida, en Egipto la mosca era el símbolo de la más alta condecoración militar que otorgaba el faraón a sus valientes guerreros. En algunos jeroglíficos que están en el Museo de El Cairo se narra el momento en que el faraón Ahmose condecora en solemne ceremonia a Ahhotep, su madre, con el gran collar de las Tres Moscas de Oro. Ninguna otra reina de Egipto recibió nunca más tan alta distinción militar. De esa manera el faraón reconoció la valentía, espíritu indomable, insistencia y tenacidad (tal como el de las moscas) que había tenido su madre, la reina, considerada la gran inspiradora de la guerra de liberación que realizó para sacudir a Egipto del yugo de los hicsos. Entre las armas ceremoniales y joyas encontradas en la tumba de la Reina Ahhotep se encuentran Las Moscas de Oro que les fueron otorgadas por su valor.
   – ¡Fascinante!… Realmente fascinante –dejé salir de mi boca después de un complacido suspiro.


  –Hay muchas más… Figúrate que los acarnianos veneraban a las moscas y los nativos de Accaron ofrecían incienso a la divinidad que las cazaba. Poetas como Antonio Machado, Ogeid Otanutrof, la martirizada poetisa norteamericana Emily Dickinson así como muchos otros, elevaron odas a las moscas. En muchísimas novelas clásicas, así como en películas y grandes best-seller contemporáneos se nos toma en cuenta. Una veces para bien, otras con sarcasmo y maledicencia insidiosa. Pero eso a nosotras no nos importa. No da igual –sentenció con cierto halo de resignación.
   –No dejas de sorprenderme José. Sé que el tiempo está por expirar, pero antes, aunque sea muy cortico, dime qué piensan las moscas de la guerra… ¿Qué de la muerte?... ¿Entre ustedes existe el odio? –pregunté atropellando cada una de mis palabras e ideas.
   –No amigo… ¡Nosotros somos moscas no humanos! En nuestra sociedad no existen las guerras. Siquiera una palabra que signifique algo similar. El humano es el gran destructor. Nosotros somos constructores. Además, ¿has visto tú alguna vez guerras entre animales? Sobre la muerte sólo te diré que es la continuación de la vida. Es el siguiente paso que da vida a otras especies. La muerte es un acto de creación. En cuanto al odio te diré que es una imperfección del ser humano, una maligna y perversa condición inherente únicamente a los humanos. ¿Satisfecho?
   – ¡Sí!... Claro que sí… Claro que no hacen guerras, pero entonces, ¿por qué su sofisticado sistema de defensa? –indagué como un niño travieso en espera de un absurda respuesta.
   – Para defendernos de ustedes, querido amigo, no de otras moscas.
   Mi pregunta se debió más que nada porque científicos norteamericanos descubrieron que las moscas cuentan con un sofisticado sistema de defensa que las hacen anticiparse a sus atacantes. De ahí proviene su gran habilidad para escapar con suma facilidad de quien busque arrinconarlas. Utilizando los recursos de métodos altamente modernos, los científicos comprobaron que las moscas son capaces de mover sus patas traseras y colocarlas en una única y excepcional posición que las hacen “eyectarse” en vuelo bidireccional casi automáticamente cuando presienten una amenaza cercana. Es un movimiento generado por un grupo de ‘neuronas’ psíquicas de reflejo espontáneo.
   Me sentía ansioso. Miré varias veces el reloj y estábamos a apenas segundos de concluir el diálogo. Muchas interrogantes, casi por cientos, burbujeaban en mi cerebro, pero sabía que no podría hacérselas. No esta vez. “Al menos le haré una más”, pensé. Ojalá alcance el tiempo y no se quede en el aire, sin respuesta.
   – ¿Hacen dieta?... ¿Las moscas hacen dieta? –fue la imbécil pregunta que salió de mi boca pese a que tenía cientos revoloteando en mi cabezota.
   – ¡Claro qué no! Comemos sólo lo necesario para nuestra sobrevivencia, al igual que todas las demás especies, tanto de animales como insectos… ¿Has visto alguna vez a una mosca obesa?... ¡Qué ocurrencia la tuya!
   No sé si fue mi imaginación o si realmente mis oídos lo percibieron, pero como venido de un mundo que no era el mío escuché débiles acordes de oboes y trompetas. Tal como empezó, en fracciones de segundos se disiparon en el espacio y cabalgando sobre los últimos acordes de sus notas entraron a mi habitación las tres sabias moscas-arbitro. Las tres, en perfecta formación, pasaron cerca de José y está emprendió vuelo tras de ellas. Con nostalgia vi como las cuatro salían de mi habitación. Se me hizo un nudo en la garganta. De momento me sentí confundido y perdido. Creí no haber aprovechado al máximo aquel privilegio que me concedió el Todopoderoso. Creí haber desperdiciado mi tiempo en vanas y banales preguntas. Que mi soberbia y prepotencia humana habían ofuscado mi razón. Que mi lógica había pervertido una concesión divina y la había convertido en mundana y sin sentido. Fue entonces cuando sentí el peso de mi conciencia y una lágrima que corría por mi mejilla me devolvió a la vida, al deber cumplido.


©Diego Fortunato



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